El árbol llorón
Hay muchos árboles que lloran, sí, es cierto que los hay, y son muchos. Son muy bellos, sus ramas finas y con muchas hojas beben de las aguas de los lagos, ríos y estanques más maravillosos de este mundo.
¿Tal vez sea yo uno de esos árboles que en la lejanía de los años se transformó en persona, no lo sé… pero sí desearía saberlo? Cada vez que escribo uno mis sueños, siempre estoy llorando y en verdad… no sé el por qué lo hago.
Hace muchos años: cuando el mundo era muy pequeño, fue cuando nacieron estos árboles. Entonces ni siquiera yo era un pensamiento de mis padres el de poder estar sobre la capa de nuestra tierra.
Una tarde maravillosa de la primavera. El viento era muy agradable, la temperatura de esta parte del mundo también era muy buena. Olía a rosas, jazmines y aun sin fin de olores que se mezclaba entre los suspiros de los sueños.
El sol al atardecer sé reflejaba sobre sus aguas de plata. El color de las profundas aguas era de un color azul claro, y los bosques que circundaban toda esta maza grandiosa se transformaba en un jardín mágico.
Al llegar unas horas antes de atardecer, todas las mujeres jóvenes de hincaban de rodillas al borde del agua para ver el mejor espectáculo del mundo. Mojaban sus preciosas manos y con ella se acariciaban su cara. Humedecían sus ojos para poder ver mejor; lo que en pocas horas y minutos iba a suceder.
La orilla de este lago encantado estaba rodeada de estos árboles maravillosos, y para otros son, llorones, ustedes se preguntarán. ¿Por qué se les llama así, y que hicieron para merecer este mote? ¿lloran de verdad, tienen motivos para hacerlo? Si no es así… porqué lo hacen, digo yo.
Los rayos del sol al atardecer se pintaron de rojo como si se hubiese desramado sangre entre las nubes blancas. El color de las aguas al atardecer sé transformaban en espejos diminutos que brillaban en sus ojos como perlas de coral. Cada mujer, cada jovencita qué había esperado estas horas para poder soñar con su propia imagen sé podían ver en su propio espejo, y este espejo era solo para ella.
He visto llorar a más de una, otras en cambio reían, al verse con el hombre que sería su amor en la distancia, a todas ellas se le enviaban besos que salían de entre los rayos del lago. ¡Chispas de mil colores brotaban de los fondos de este sueño real! Pintaban sus labios de color carmín, o de un color rosado que tienen todas las hermosas mujeres, se los pintaban en unos de color del arco iris. Ellas sin saber por qué lo recibían, y además también notaban el sabor de los labios de estos hombres qué en la distancia les mandaban. Los cuales un día no muy lejano formarían un amor entre los dos en estos sueños de esta vida.
Reían, hundían sus manos queriendo cogerlo, pero no era posible coger peces nadando en estas aguas cristalinas. Sus mentes buscaban la forma de hacerlo posible, y al ver que no había manera de poder coger lo que tanto deseaban. Golpeaban con sus manos sobre la superficie de cristal, con tanta rabia; qué astillaban el agua y herían sus dedos entre las cristalinas aguas del lago.
El cielo que minutos antes era del color de la sangre se iba oscureciendo cada segundo más y más, hasta que la luz de las estrellas sé reflejasen sobre este lugar encantado. Era en ese momento cuando todos los árboles llorones introducían sus finas ramas hasta llegar al fondo de este lago. ¡No sé qué profundidad tiene, pero creo que son kilómetros! Y estas ramas podían hacerlo y lo hacían cada vez que llegaba la tarde noche. A si podían sacar con sus delicadas manos estas caracolas de colores. A cada una de estas enamoradas sé las entregaban. Temblando sus labios, sus ojos lloraban de emoción y cuando las cogían no sabían para que eran estas caracolas. Eran para que siempre que quisiesen hablar con sus parejas o con sus hombres amados lo pudiesen hacerlo y contarles o decirles lo mucho que los querían y a sí serían unidas por el lazo de los sueños. Llega el día, se deforman los sueños, las ramas se posan sobre el fondo del lago en un sueño misterioso. ¡Cuándo es de día se posan sobre las arenas de la orilla y otras veces sobre las hierbas del bosque! ¿Me quieres? Me preguntó… y en silencio le contesté ¡Sí! Sin decir nada, el silencio nos rodeaba, solo se escuchaba la brisa qué suavemente le levantaba sus cabellos ondulados con el viento. Nos besamos… Su voz sonaba como si algo misterioso cubriese nuestras vidas, solo con decir te quiero. Bésame… se unieron nuestros labios y el tiempo se perdió en la lejanía del silencio. ¡Te quise, te quiero y siempre te querré!
El forjador de sueños
José Rodríguez Gómez
El sevillano