¿Quién mató al ruiseñor?
¿Te molestaba su canto? No, ¿Entonces… por qué lo hiciste? Por envidia, odio, deseo criminal, o tal vez, tú no eras más que él y por eso lo mataste.
Hasta donde llega la envidia: Qué sé yo; solo vivo para soñar. ¿ni eso puedo hacer; ya que hay otras personas que les molesta que yo sueñe mientras ellos solo buscan el mal entre nosotros?
Se abuza dela soledad, de su vejez y de todo cuanto que se le pueda hacer para poder matarlo de miedo. Haciendo el mal, con denuncias por ser viejo. Estas personas no pueden vivir. Solo sirven sus sueños y por eso nos molestan estos viejos, los que hacen tanto ruido al caminar y es debido a que arrastran sus viejos zapatos por la tierra baldía.
Ya no canta el ruiseñor, se ha cansado de vivir, y el plumaje de su cuerpo el que antes era tan bello, se le cayeron sus plumas. Solo le queda el pico; lo demás se lo llevaron las hormigas a su nido. Se acerca el invierno, el viento arrastra la música, y en la lejanía de la noche se escuchar el llanto en la soledad del alma.
Después de haber caminado por un estrecho camino que conducía a una gran plaza llena de bellos árboles centenarios. Al mirar para arriba, me costaba trabajo poder saber su altura. Según mi vista se juntaban con las nubes que pasaban cerca de ellos. Sí, esta era mi plaza adonde yo me sentaba cada día para descansar un rato. Es tan bella que jamás se podía soñar con algo tan maravilloso que pudiese existir en nuestra tierra. El día era soleado, el viento era suave, y al ir paseando por entre estos colosos árboles, percibía su aroma a viejos, a ramas podridas, pero su olor no era malo, sí, sería por la humedad que los dejaba en este estado. Ya era finales de noviembre y pocos de ellos, por no decir, ninguno le quedaba hojas entre sus fuertes y débiles ramas. El canto de un ruiseñor me acompañaba en mi soledad. Yo daba unos pasos y él se posaba en una de las ramas más bajas que había en aquel lugar de los sueños. Cómo si me siguiese, se reía con su bello canto, y yo al sentirlo se llenaban de lágrimas mis cansados ojos. Llevaba mi viejo bastón en mi mano derecha. Esta es la que más fuerte tengo, pero en verdad, es que es la que menos me tiembla cuando quiero hacer algo, es la única que sostiene el vaso para que no se me caiga.
¡Qué pena llegar a este estado… ver que los días pasan, y que nadie se arrima a un árbol caído! Será porque sus bellas hojas ya no relucen en sus ramas. Será eso, pero digo yo; también es bella su desnudez… o no. Mirarme a un espejo no me hace ninguna gracia. Veo mi deformado cuerpo, los huesos se pueden contar con los dedos, y los parpados de mis ojos parecen bolsas grisáceas que cubren mis mejillas.
En la soledad de la tarde, sentado en mi viejo y querido banco de piedra, sin darme cuenta que el sonido de su canto era arrastrado por el viento hasta mi descompuesto cuerpo, y viendo el correr del tiempo, sin saber cuánto, sí, cuantos días podría escuchar a mi querido amigo. En verdad, yo no estaba solo en mí plaza. Había un grupo de niños jugando al escondite, los miraba, y solo verlos correr, saltar, el viento me traía el sonido de sus voces y el de sus sonrisas. Parecían de cristal, al recibir su sonido se formaba un arco iris de colores que se reflejaban en mi cansada y vieja sonrisa. Creo que ya tenía bastante para poder seguir con uno de mis sueños; para que quiero más me decía yo mismo. Pero el ruiseñor no se había ido, él me miraba y también se reía, y solo esperaba que yo le prestase atención a su mágico canto.
Llevaba mi gorra puesta, sí, puesta, porque en esta época hace frio, soy viejo y he de cuidarme si quiero llagar a este nuevo año que se aproxima a toda velocidad.
Solo veía el suelo; bueno, el suelo y otras cosas que eran mucho más importantes para mí. También me pregunto… y a mis años que puedo ver. Todo se ha vuelto gris, las hojas tienen un color que no me agradan. Pálidas, secas y otras muchas podridas, y las hojas secas que cubría la tierra hacían ruido al sentir mis pasos que se arrastraban lentamente hasta llegar a mi banco preferido.
Sentado en las tristes y tardes horas del otoño, haciendo círculos con mi bastón, rayando el suelo. y de vez en cuando miraba a los niños como jugaban sin importarle que yo estuviese cerca de todos ellos.
Se detuvieron al verme sentado, se acercaron para saber qué es lo que yo hacía en aquella su plaza. ¿Qué haces viejo, me preguntaron; no sabes que este no es lugar para personas como tú?
Seguí moviendo mi bastón si hacer caso omiso a sus palabras.
¡Oye, te estoy hablando, a ti viejo asqueroso!
Mis manos se quedaron paralizadas al sentir sus voces y sus palabras que herían mí alma, y no tenía valor para levantar mi bastón. Este se quedó parado paralizado. El viento comenzó a soplar con tal fuerza que si saber por qué la gorra salió volando y se quedó mi vieja testa desnuda. Hacía frío pero la sonrisa de todos ellos se hiso más fuerte al ver que en mi cabeza solo quedaban unos pelillos blancos que casi no se veían.
Uno de ellos, creo que era el mayor de todos, corrió hasta alcanzar mi gorra. Después de pisotearla y de darles patadas se ensucio de polvo y de barro que había en el suelo de la lluvia caída el día de ayer.
La refregó en el pequeño charco que había en toda la plaza. Cogiéndola con una de sus jóvenes manos la trajo hasta donde estaban. El resto de niños, todos en silencio, viendo lo que hacía con mi vieja gorra. Solo se escuchaba el viento, y hasta mi jilguero se quedó triste y su canto se perdió en él viento.
Llegó hasta mí, en su camino su sonrisa era de maldad, sus ojos se posaron en los míos que casi los tenía serrado esperando el martirio que hace la envidia y el no saber el por qué se hace daño sin tener que hacerlo a nadie, y menos con una persona vieja.
Todos miraban el heroísmo de su amigo. Uno de ellos me quito mi bastón, el otro me agarraba la cabeza para que este que portaba mi vieja gorra me la pusiese. Mojada llena de barro y las sonrisas de todos ellos llenaron el silencio de mi martirio sin saber el por qué se hacen estas cosas… ¡Toma viejo: esta es tu corona! Me dijo con una sonrisa burlona entre sus labios. Perdona que te la haya ensuciado, pero, es que me chocan las personas como tú, viejas, asquerosas y mal oliente, que no tiene a nadie y se vienen a estos lugares para vernos como nos divertimos. Puso mi gorra en mi cabeza, el barro y el agua corrían por mi cara; y yo, con los ojos cerrados para no ver su maldad.
El jilguero que lo estaba viendo, no se pudo quedar en su sitio, se acercó volando hasta mí, se posó sobre mi cabeza y se los quedó mirando a todos… Ellos al ver lo que estaba pasando y ver aquel bellísimo jilguero todos quisieron atrapar a mi pájaro. Este, les plantó cara a tantos niños. El silencio reinaba en torno a este banco de piedra y a este desgraciado viejo que temblaba fe frio y de miedo. Les miro, levanto sus alas y se puso a cantar de tal forma que ninguno de ellos se atrevía a ponerle sus manos sobre sus bellas plumas. Solo las hojas revoloteaban entorno a este grandioso espectáculo que se había formado a este pequeño y viejo hombre. Pero era verdad, tenía un amigo, no estaba solo, y en esta vida siendo tan dura como es; siempre hay alguien que le tenemos que dar las gracias por darnos su bello canto.
El grade del grupo, se agachó, y cogiendo una pequeña piedra que había en el suelo. Lo miró, sonreía y alzando su mano lanzó la piedra con tal fuerza que no lo mato, no, no tuvo tal puntería, y ella, me dio a mí en la frente.
Sentí que un río de sangre manaba de mi piel, se llenó mi cara de sangre y mis ojos le llenaron con una leve sonrisa, y viendo la rabia que brotaba de sus malvados ojos. El jilguero salto volando hacia el niño, le picaba con todas sus fuerzas en cara, sus halas le daban en sus ojos de tal manera que este salió corriendo y llorando al ver que un pequeño y bello pájaro le daba su merecido. Todos se marcharon y mi cuerpo cayó al suelo, y al quedarme solo, y tirado en la tierra, voló hacia mi después de haberlo echado a todos de la plaza.
Cantaba, o más bien lloraba, quería levantarme con las fuerzas de su pico, pero era imposible que él tuviese fuerzas suficientes para levantar un cuerpo inerte y pesado como nos volvemos todos los viejos de este mundo. Pasaron unas horas, y viendo que nadie se acercaba, miro a su entorno, y volando a toda prisa fue hasta el pequeño charco de agua. Lleno su pico y lo trajo hasta mí. Vació el pequeño buche de agua y lo dejo caer en uno de mis ojos qué permanecían cerrado. Al sentir la humedad se abrió como si un alma nueva se hubiese metido dentro de mi cuerpo. Al ver que se había abierto mis ojos, comenzó su canto, haciendo que las últimas luces de la tarde se hiciesen llenas de luces de colores para darme una despedida de la más dulce y feliz que yo hubiese tenido durante toda mi pesada y triste vida.
Cantó hasta el anochecer, y cuando las estrellas llenaron el firmamento; cerré mis ojos y todo quedo en silencio, ni el canto de mi buen amigo pudo hacer nada por mí. Él se quedó a mi lado hasta que llegaran las primeras luces del alba y uno de los barrenderos que había en el parque me viese tirado en la tierra. Este se acercó corriendo hasta mi fallecido cuerpo. Pero mi gran y pequeño amigo se había quedado sobre mi gorra cantando y cantando sus mejores canciones hasta que me llevaron aun lugar adonde se encuentran las hojas muertas del otoño. Allí se marchó y me dejo su canto que fue lo último que pude escuchar en esta vida. El silencio dejo el sonido de las campanas en el aire, pero ya no pudieron sentirse dentro de mi mente…
El forjador de sueños
José Rodríguez Gómez
El sevillano.