La boca de tierra
El valle de los caídos
¡Quiero gritar y no puedo: quiero ver el cielo, ver las estrellas como juegan, ver los luceros y por mucho que lo intento; nada veo!
Quiero vivir, no se adónde me encuentro, siento ruidos, siento que mi cuerpo está despierto pero por más que grite nadie escucha mis lamentos. Sonaron fusiles y pistolas al viento, tronaron cañones; pasaron rodando sobre mi desdichado cuerpo.
¿Cuántos habremos, cuantos, sin que nadie dijese nada sobre todos… estos muertos?
Al sonido de las balas no les temo, temo a las personas que hieren sin saber por qué lo hacemos.
Nacen muchas hiervas en el solitario campo, crecen a mi alrededor, raíces que aprietan mis desdichados huesos y, mi garganta se quebraja del dolor que siento en mis adentro. En mis entrañas ya no siento el dolor, solo escucho el silencio de los que viven sabiendo cuánto hicieron y nadie les dice nada; todos viven sin mirar en sus recuerdos.
Somos nosotros: los que no podemos gritar, los que nadie nos busca, nadie; ellos que son los que apretaron el gatillo siguen viviendo, tan felices, ni los recuerdo les hacen llorar, no eran ellos… los muertos.
¡Quiero pedir y pido, si, ya lo sé, estoy muerto! Alguien escuchará mis lamentos en el silencio de la noche antes que la lluvia cubra mi cuerpo gritare con tal fuerza; qué hasta los truenos… sé callaran al sentir mis requiebros.
La pluma se rompió: quedaron registros de ellos, se leyeron estas cartas de aquellos que nunca volvieron… a sus casas esas encaladas de blanco hierro.
Brillaban como el sol, cada día salen de noche los luceros, miran estas paredes de blanco armiño y de puertas de pobres muertos. Ya no vuelven las canciones, ya nadie dice; yo te quiero, los niños no salen de sus casas por temor a estos muertos. No les temas; son tus padres, tus hermanos; ya se fueron. Nadie encala las paredes desde que ellos se perdieron entre lagunas de peces y surcos de fuego lento. Las noches se tiñeron de sangre roja, de sangre de silencio… Gritaron sus gargantas… No lo sabemos; lo que si te puedo decir es que murieron mirando al cielo y quedaron sus bocas enterradas bajo este barro del silencio.
¿Dime adónde te marchaste; dímelo porque aun te sigo queriendo? Pasaran tantos años sin que nadie busque sus cuerpos.
De otras tierras si sabemos: Cómo fue esta guerra tan sangrienta, pero de la nuestra… Solo queda el silencio.
¿Cantaran los pájaros alguna vez? Saldrá el sol por diferente lugar… No, siempre sale para el rico y nunca para el desgraciado que dio su vida por esta pobre tierra; se quedó desierta… Sin que nadie labrase los surcos y enterrase las semillas de la vida. Ya no se escucha el canto del búho, ni la lechuza mira en el silencio… Qué esperamos para pedir que esto cambie, que queremos decir; si nuestras gargantas están enterradas bajo los campos del silencio.
Deja que cuente mis duelos, deja que llore sobre la manta de cuero, déjame decir te quiero; si, ya lo sé que no estoy vivo, lo sé pero aunque el tiempo pasase sobre mi; yo te digo lo mismos cuida de mis hijos que son los nuestros.
Entre los surcos camino, acompañado de mi viejo perro, en una mano la legona y en la otra un bastón de palo que mis nietos me hicieron. La boina en la testa, la pelliza sobre el cuerpo hace frío en estas tierras y el silbar de la escarcha levanta los huesos de mis antaño y me dicen: no diga nada, mejor es que guardes el silencio.
Algún día saldrá el sol para los nuestros, que se yo querido hermano si tú no estás; para qué quiero yo el hurto si no puedo con mi alma y nadie recoge los huesos.
Te das cuenta hermanos que bonita están las plantas, como se cubren los surcos de fresas color rojas como la sangre de nuestros cuerpos.
El azahar de los naranjos, embriagan con su aroma el sendero del camino que te llevo para el cielo. ¡Que me importan los naranjos, ni los limones del huerto, si no tengo quién me ayude para cuidar de los nuestros!
Te puedo ver, puedo escuchar tus lamentos, ver tu llanto, sí, yo sí te puedo ver y, tú a mí también si quieres; mira al cielo y veras una estrella que luce roja como la sangre de tus adentros.
Deja escrito lo que ocurrió, déjalos enterrados junto a los surcos; yo cuando tú no estés los buscare y en las noche frías de invierno los leeré junto al fuego de la leña que cruje porque el fuego de mi alma la va quemando en el silencio.
¡Sabes una cosa hermano, sólo recuerdo aquella maldita palabra que dijo mi carcelero! Abran fuego… sonó el disparo y todo quedó en silencio.
El valle de los caídos
El forjador de sueños
José Rodríguez Gómez
El sevillano.